Acabo de recordar aquel día. Justo ahora, mientras espero nervioso mi refill de americano; una mano temeraria que disfruta paseando la jarra por encima de mi Laptop sin consideración alguna, mientras su portadora observa lo que escribo y ruego a Dios que no lo tome personal y origine un “accidente”. Le devuelvo la sonrisa confidente, como si en verdad disfrutara su osadía... -chismosa-. Ah, sabes que a veces soy de un humor muy mordaz. Pero te decía; acabo de recordar aquel día, justo antes de que me interrumpiera la pequeña fisgona que gusta de husmear en el ordenador de los clientes, una chica de brazos rechonchos y débiles que apenas soportan la jarra de café. Es curioso, pero esta niña se parece mucho a la mesera de aquel día. También esa vez escribía en computadora. Bueno, en realidad no escribía, sólo estaba estático como idiota esperando a que algo se me ocurriera y entonces te vi. ¿Lo recuerdas? Bueno, desde luego no recuerdas eso, todavía no te hablaba. Nuestras vidas iban aún por caminos diferentes. Qué curioso es posarse en el instante previo al momento que podrá cambiar todo el rumbo de una vida, pues, todo sería de otra manera si no te hubiera hablado aquella vez. ¿No lo has pensado? Mejor no lo hagas, a mi me da terror. Te veías tan linda leyendo Cronopios y famas. Cada que reías me intrigaba saber en qué parte estabas; leyendo telegramas, aprendiendo a subir escaleras, descubriendo que alguien podría llevar el apodo de “ánfora etrusca”; me encontraba completamente embebido con tu sonrisa, tus labios, tu boca, tus hoyuelos; tan embebido como ahora que te contemplo en el recuerdo, mientras sorbes de tu latte y paseas una mirada distraída por la terraza.
¿Recuerdas cómo me acerqué a hablarte? Dejé mi lugar sin preocuparme un momento por la computadora y me dirigí hacia ti. Creo que lo hice muy deprisa, porque, cuando estuve frente a tu mesa, me miraste consternada mientras te inclinabas hacia atrás, pero mi fascinación por el gigante porteño eliminó hasta la última partícula de vergüenza que pudiera sentir por interrumpirte. Te pregunté por el libro, te hablé del autor sin pretender ser un erudito sino nada más que un buen fan; sólo hablé y hablé y hablé. Tuve tanta suerte de que no conocieras al señor Julio, y ahora lo agradezco. De veras, aunque te lo reproche para molestarte. Y recuerdo cómo, después de la sacudida que te dio mi llegada, te fuiste relajando y empezamos a conversar. Cuando me di cuenta Cortázar había desaparecido completamente de la conversación; el tema era tu aroma, tu mejilla, tus nervios; el tema era me gustas, tus chapas, tu teléfono.
¿Cómo puede ser que no lo recuerdes? Es mentira, ¿no? Pasar toda una vida con alguien para enterarte en un momento que no recuerda el día en que se conocieron. Es broma, ¿verdad? Yo no podría olvidarlo. De aquél día saqué el nombre de nuestras hijas. Te lo había dicho, ¿no? No, creo que no. Pero es que a veces son tan divertidos tus celos. ¿Quién es Gabriela?, ¿Quién es Isabel? Hemos discutido tanto por eso. Si no fueron importantes para ti, ¿por qué quieres nombrar a nuestras hijas como ellas? En momentos lo he llevado hasta el borde de la ruptura, pero siempre creí que algo tan tonto no podría separarnos, y no lo hizo. No te enojes, sabes que tuvo gracia. Esos nombres salieron de imaginarte, de suponerte; mientras fantaseaba con una vida contigo, pensaba -Isabel; tiene cara de Isabel. Bueno, no; más bien se ve como Gabriela, seguro se llama Gabriela-. Y eso no lo puedes refutar. Tú misma me dijiste alguna vez que hubieras querido llamarte así, y yo pensé; pues claro, sería lo más natural. Nunca he entendido por qué, si uno tiene cara de Carlos, los padres se aferran en llamarlo Jorge. Pero así es la vida.
Seguiré recordando aquella vez en que sucumbiste a mis encantos. ¿Qué? ¿Que no fue así? Pero, ¡si tú ni siquiera lo recuerdas! Está bien, está bien; es que es tan común que la memoria pierda piezas y complete el cuadro a su gusto. Ya sé que no soy un tipo seguro, pero me gusta pensar que alguna vez lo fui. Total, los recuerdos son de uno y puede moldearlos a su antojo. Sabes que siempre me ha pesado ser tímido, pero al menos ese día me acerqué. Me da tanto gusto haberlo hecho. ¿Qué importa ser tan nervioso si puedes sobreponerte a ello en el momento que decidirá toda tu vida? Ese instante determinante, tan presente ahora. Y aún te siento cerca y me ruborizo; me aterra la idea de que sepas lo que pienso; bueno, lo que pensé. Me aterraba de veras. Y eran pensamientos tan inocentes, tan de mano sudada y besos sin lengua, que ya no sé si lo que me avergüenza es la inocencia de esos pensamientos, su exceso de pureza tan infantil.
¿Entonces cómo fue que nos conocimos? Lo recuerdas, ¿no? Creo que notaste que no dejaba de mirarte, y en un principio eso me aterró. ¿No lo notaste? Tuve esa impresión. Es curioso que uno pueda ponerse tan nervioso al dar por hecho algo que en realidad no está pasando.
Demasiado café, debo ir al baño; le encargaré la Laptop a la mesera. Ya que estás aquí debería encárgatela a ti, ¿no? ...Jajaja, como si se pudiera. Espera; fue así, ya lo recuerdo. Me paré al baño, más con el pretexto de mirarte de cerca que por la presión del esfínter, y te miré sin detenerme todo el camino esperando a que voltearas, y lo hiciste, y me sentí tan estúpido. Esperaba saludarte como si cualquier cosa cuando me vieras, pero me congelé y bajé la mirada. Me sobrepuse y la levanté de inmediato, pero era tarde. Para mí siempre era tarde, siempre estaba un paso atrás, también aquella vez, con la mano parcialmente levantada hacia la nada. Hasta recuerdo el gesto de condescendencia de un tipo ubicado dos lugares atrás que vio todo el numerito, y me enojé tanto; no con él, conmigo. En esos días me enojaba seguido por la misma razón, odiaba mi cobardía.
¿Tampoco notaste nada de eso? Recuerdo que estaba tan enojado que ya ni siquiera quería hablarte, quería salir de ahí y olvidarlo todo, pero; al cruzar el pasillo de nuevo, te miré de perfil, te vi tan extraordinariamente linda que me dolió, me dolió pensar en ceder, pensar en sólo hacerme a un lado y no volver a mirarte. Dolía de verdad, porque, por extraño que parezca, te vi y lo supe, supe que eras tú con quien debía pasar el resto de mi vida. De alguna manera sabía que si te dejaba ir lo lamentaría siempre, pero mis nervios me parecían demasiado grandes; la angustia era tanta que me estaba haciendo un nudo en el estómago porque, por más que buscaba, no encontraba fuerzas para dirigirte la palabra y sabía que no podía salir de ahí. Por eso al principio no noté que, mientras sentía todo eso, permanecía petrificado frente a tu lugar, hasta que volteaste, sonreíste, regresaste a tu lectura y volteaste de nuevo con un gesto interrogante; y al fin se dio. Claro, ya te acuerdas, ¿no? Es cierto, solté un “hola” que de inmediato se notaba obligado por la circunstancia, pero tú no te mostraste muy amable y estuve a punto de seguir mi camino hasta que, al fin, me le emparejé al destino y pregunté por tu libro, y te escuché como si no supiera de qué me hablabas, luego me relajé un poco y comencé a hablar del libro también, y quisiera no haberlo hecho porque sonaba tan pretensioso corrigiéndote detalles de la vida de Julio. Sí, lo sé, como uno de esos universitarios pedantes. Todos tenemos defectos, ¿no? Algunos beben, yo acostumbro alardear de cosas que no sé. Pero no lo notaste, ¿verdad? Esa cualidad femenina de hacer a un lado las cosas insignificantes.
¿Recuerdas la primera cita? No, no me refiero al día del parque. ¿No recuerdas el billar?, ¿nuestro primer beso?, ¿cuando me recargué en la mesa y rasgué el paño y salimos corriendo y nunca más volvimos al lugar? Ah, es cierto, la primera cita sí fue la del parque. Pero, ¿no podemos omitirla?, ni siquiera me atrevía a mirarte a los ojos. Estaba tan nervioso que te tiré en los arbustos cuando me empujaste jugando. Siempre me pasan cosas así. Ya sea que te fuera a saludar y te diera un cabezazo, o que te pisara al bailar. ¿Qué? ¡No, esperaba que no recordaras eso! Yo sólo quería acariciarte el cabello y por poco te dejo miope. Jajaja, sí, no fue tan malo en realidad. Hablamos como piratas durante dos semanas. Fue en esa ocasión cuando jugábamos con el perico de tu tía y olvidé cerrar la jaula, ¿no? Es cierto, tuve un buen pretexto para defenderme. Cualquiera olvidaría regresar a ver a la mascota si se entera de que va a ser padre. Sabes, me encantaba cómo lucías gordita, y abrazarte por la espalda y sentir los movimientos de mi hija. Adoraba esos días en que dormía abrazado a tu cintura, con el oído pegado a tu vientre.
Sí, imaginarte gordita. Pero eres muy delgada, serías una cuerda con nudo.
Eras una cuerda con nudo…
¿O serías?...
¿Cómo serías? ¿Dónde estás? ¿Por qué ya no te puedo imaginar? ¿Por qué?...
¿Por qué una vez más permanecí sentado en esta esquina del café? Pero te espero, tal vez tu recuerdo sólo fue al baño, tal vez…
Todo podría ser tan perfecto, si tan sólo... pero no lo es. No lo es y estoy arto de engañarme. Si tan sólo me hubiera parado, ya no tan decidido a enfrentarte como quien lo hace casi a diario; si tan sólo me hubiera acercado, tal vez al pararme al baño, tan sólo un “hola” cobarde. Tal vez hubiera sido suficiente.
Pero aún puedes estar en el baño, ¿no? No pude estar tan distraído como para no verte salir, a ti; Isabel, Gabriela, como sea que te llames.
No pude estar tan distraído... pero siempre lo estoy. Y no sales del baño. Por favor, sal de ahí. ¿Por qué no sales?
A quién engaño, no estas ahí, ya no estás aquí en el café. Una vez más me perdí en mis pensamientos. Ya no importa si tenemos una hija, dos o sólo un gato. Ya no importa si tu tía tiene un perico, si acaso tienes tías o si te gusta el billar. Ya no importa, nunca lo voy a saber.